JACOBINO. SI ¿Y QUE?
Joaquim Pisa y su blog SIN PERMISO publico en el año 2004 una entrada que me ha parecido muy interesante:
El 7 de julio de 2004 en una conferencia Xabier Arzalluz dijo: «Con la excepción de Maragall y quizá de Narcís Serra, los socialistas son unos jacobinos que no entienden España».
Una vez más vuelve a aparecer aquí el uso del término «jacobino» como medio de descalificar a un adversario político. En las palabras de Arzalluz, si realmente fueron las entrecomilladas, queda claro que para él, «jacobino» es sinónimo de nacionalista –español, se entiende- ofuscado. Lamentablemente, ése es precisamente el significado que, contra toda evidencia histórica, atribuye a ese término la derecha más rancia, y que por contagio de los medios de comunicación de masas y del aparato educativo a su servicio, se ha ido extendiendo al público en general hasta alcanzar los ambientes más insospechados. Intentaré explicarme.
La mayoría de mis pacientes lectores sabrán sin duda que «jacobinos» fue la denominación coloquial que recibió un grupo político que actuó durante la Revolución Francesa. El mote venía de que este «club» -como se conocía entonces a los incipientes partidos políticos- tomó por costumbre reunirse en el convento parisino del mismo nombre, del que habían sido previamente desalojados los frailes. El Club de los Jacobinos tuvo pues así lo que llamaríamos una «sede central» insólita, aunque nada extraña en su momento dado que la mayoría de clubs políticos se instalaron asimismo en conventos abandonados.
Durante el período de la Asamblea Constituyente, los jacobinos y otros grupos «avanzados» –como se llamaban entonces- se sentaban juntos a la izquierda de la presidencia de la Cámara en tanto los antirreformistas lo hacían a la derecha; de ahí que para simplificar y en razón del espacio físico que ocupaban unos y otros, se empezara a hablar entonces de izquierdas y derechas.
Pero también en la «izquierda» había sus bloques: por usar un lenguaje actual, diríamos que los más moderados se sentaban en el Llano –es decir, en la parte baja de la Cámara, cerca de la presidencia-, y los más radicales lo hacían en la Montaña –en la parte alta de la Cámara. Los jacobinos estaban arriba del todo, y de ahí su otro mote: «montañeses».
La llegada al poder de los jacobinos en 1792 -en alianza con otros grupos revolucionarios de «izquierda»-, supuso la constitución por primera vez en la Historia de un gobierno reformista burgués y la aplicación de un programa que hoy calificaríamos de presocialdemócrata, pero que en ese momento histórico representó un terremoto político, social e incluso cultural de consecuencias amplísimas para Francia y para toda Europa. El gobierno jacobino, que apenas duró dos años y pico, desarrolló mediante leyes concretas un conjunto de medidas sociales que tras su caída fueron abolidas, y que no volverían a implantarse en la propia Francia hasta bien entrado el siglo XIX y en algunos casos hasta el mismo siglo XX.
Antes del acceso jacobino al poder la política francesa, incluida la revolucionaria, era un asunto de París. Allí tenían lugar las luchas políticas, las revoluciones y lo que acaeciera: casi nada llegaba a las provincias, que a fines del siglo XVIII seguían férreamente sometidas en lo económico, lo político y lo espiritual al régimen feudal y a la Iglesia Católica. Frente a esa realidad social, la divisa de los jacobinos -y su principal aportación a la lucha por la liberación de los verdaderamente oprimidos- fue: «IGUALDAD DE DERECHOS PARA TODOS, EN TODAS PARTES Y AL MISMO TIEMPO». Y esa fue la política que exportaron desde París hacia el resto de Francia. Naturalmente, los partidarios del Viejo Orden y los «moderados» resistieron con uñas y dientes, y aunque con el golpe de estado de Termidor acabaron exterminado físicamente al partido jacobino, no lograron impedir que sus políticas y sobre todo sus principios calaran hondo en las clases populares, ya fueran parisinas o «provincianas»; es el aliento jacobino el que enciende las revoluciones de 1830 y 1848, que se contagiarán desde Francia a toda Europa y harán temblar los cimientos del Antiguo Régimen en todo el continente.
Muerto Napoleón y liquidado todo vestigio legal de la época revolucionaria tras la Restauración monárquica, la derecha francesa se entregó a una orgía propagandística en contra de los jacobinos y del jacobinismo; hasta la aparición del movimiento obrero organizado –que en sus inicios tanto debe a las ideas jacobinas, como reconoció el propio Karl Marx-, el jacobinismo fue el Gran Satán de la reacción europea. Aparecen mitos como el del Terror Rojo, según el cual los jacobinos habrían guillotinado a media Francia entre 1792 y 1794, cuando la verdad histórica es que los ejecutados fueron en realidad algunos miles de personas, casi todos en París y todos elementos dirigentes y cualificados de la reacción (aristócratas, militares, jerarquías eclesiásticas) y de los partidos políticos rivales, en tanto el Terror Blanco instaurado tras la caída de los jacobinos mató a decenas de miles de personas en toda Francia, la inmensa mayoría de ellas gente anónima, del pueblo, a la que se ejecutó por cargos como haber cantado y bailado durante la ejecución de Luis XVI o haber sido soldado voluntario de la República (el paralelismo con lo ocurrido tras la Guerra Civil Española es inevitable: al igual que aquí, los verdugos se disfrazaban de víctimas y a las víctimas además de liquidarlas se las culpabilizaba).
El Estado fue para los jacobinos un instrumento de extensión de la Revolución. Y evidentemente usaron toda su fuerza para defenderla no sólo de los enemigos exteriores sino también de los interiores. Las fuerzas revolucionarias aplastaron las insurrecciones de campesinos entontecidos por los curas y los aristócratas locales en regiones como Bretaña, librando durísimas guerras civiles contra fuerzas reaccionarias que, so capa de defender el culto religioso y antiguas tradiciones, intentaban asegurar la continuidad de los privilegios de las élites dominantes locales. De ahí otra parte de la «leyenda negra» antijacobina, que los califica como enemigos declarados de cualquier manifiestación nacionalista o incluso regionalista.
Con el transcurso del tiempo, esta imagen del jacobinismo como ideología defensora a ultranza del Estado y enemiga de cualquier movimiento que interprete como centrífugo en relación a él, ha ido cuajando en el imaginario político y cultural colectivo, insuflada principalmente, como decía antes, por la derecha más reaccionaria, pero haciendo fortuna también en muchos otros ámbitos, incluidos grupos políticos y sociales vinculados a intereses nacionales específicos y que se pretenden de izquierdas.
Por desgracia, el éxito en el uso torticero del concepto «jacobinismo» es hoy tal, que muchas personas lo manejan de buena fé creyendo que mediante él expresan correctamente lo que en realidad es el contenido de un concepto diferente. Se tilda de «jacobina» cualquier manifestación de adhesión a una forma de Estado ajena a las posiciones del nacionalismo independentista. En ocasiones se va más lejos todavía, como cuando se dice por ejemplo que los seguidores de la selección española de fútbol muestran su «jacobinismo», cuando en realidad se están manifestando como seguidores entusiastas de su equipo o simplemente como unos energúmenos, según sea su comportamiento....pero ¿«jacobinos»?; situar en el mismo plano ideológico a Saint-Just y a Manolo el del Bombo es más que un disparate, una muestra de ignorancia supina.
La contaminación del término es tal, que hay políticos españoles que se autocalifican orgullosos como «jacobinos» para mostrar su rechazo a todo nacionalismo digamos «periférico» y distinto del español. Y así, por ejemplo, tenemos supuestos «jacobinos» de derechas y aún de extrema derecha, lo que resulta una brutal contradicción.
Sorprende por tanto que un hombre culto, como me consta que es Xabier Arzalluz, caiga en la tentación del uso inadecuado y facilón del término «jacobino». Entre otras cosas, porque usándolo para calificar a sus contrarios como nacionalistas defensores a ultranza de un Estado –el español-, corre el riesgo de terminar recibiendo él mismo la pedrada que tira. ¿O acaso no defiende él con todo ahínco un futurible Estado vasco?.
Porque en fin, si jacobino es igual a nacionalista intransigente en la defensa de «su» Estado, entonces no cabe duda de que el señor Arzalluz es probablemente uno de los jacobinos más radicales existentes en la Península Ibérica e islas adyacentes.
El 7 de julio de 2004 en una conferencia Xabier Arzalluz dijo: «Con la excepción de Maragall y quizá de Narcís Serra, los socialistas son unos jacobinos que no entienden España».
Una vez más vuelve a aparecer aquí el uso del término «jacobino» como medio de descalificar a un adversario político. En las palabras de Arzalluz, si realmente fueron las entrecomilladas, queda claro que para él, «jacobino» es sinónimo de nacionalista –español, se entiende- ofuscado. Lamentablemente, ése es precisamente el significado que, contra toda evidencia histórica, atribuye a ese término la derecha más rancia, y que por contagio de los medios de comunicación de masas y del aparato educativo a su servicio, se ha ido extendiendo al público en general hasta alcanzar los ambientes más insospechados. Intentaré explicarme.
La mayoría de mis pacientes lectores sabrán sin duda que «jacobinos» fue la denominación coloquial que recibió un grupo político que actuó durante la Revolución Francesa. El mote venía de que este «club» -como se conocía entonces a los incipientes partidos políticos- tomó por costumbre reunirse en el convento parisino del mismo nombre, del que habían sido previamente desalojados los frailes. El Club de los Jacobinos tuvo pues así lo que llamaríamos una «sede central» insólita, aunque nada extraña en su momento dado que la mayoría de clubs políticos se instalaron asimismo en conventos abandonados.
Durante el período de la Asamblea Constituyente, los jacobinos y otros grupos «avanzados» –como se llamaban entonces- se sentaban juntos a la izquierda de la presidencia de la Cámara en tanto los antirreformistas lo hacían a la derecha; de ahí que para simplificar y en razón del espacio físico que ocupaban unos y otros, se empezara a hablar entonces de izquierdas y derechas.
Pero también en la «izquierda» había sus bloques: por usar un lenguaje actual, diríamos que los más moderados se sentaban en el Llano –es decir, en la parte baja de la Cámara, cerca de la presidencia-, y los más radicales lo hacían en la Montaña –en la parte alta de la Cámara. Los jacobinos estaban arriba del todo, y de ahí su otro mote: «montañeses».
La llegada al poder de los jacobinos en 1792 -en alianza con otros grupos revolucionarios de «izquierda»-, supuso la constitución por primera vez en la Historia de un gobierno reformista burgués y la aplicación de un programa que hoy calificaríamos de presocialdemócrata, pero que en ese momento histórico representó un terremoto político, social e incluso cultural de consecuencias amplísimas para Francia y para toda Europa. El gobierno jacobino, que apenas duró dos años y pico, desarrolló mediante leyes concretas un conjunto de medidas sociales que tras su caída fueron abolidas, y que no volverían a implantarse en la propia Francia hasta bien entrado el siglo XIX y en algunos casos hasta el mismo siglo XX.
Antes del acceso jacobino al poder la política francesa, incluida la revolucionaria, era un asunto de París. Allí tenían lugar las luchas políticas, las revoluciones y lo que acaeciera: casi nada llegaba a las provincias, que a fines del siglo XVIII seguían férreamente sometidas en lo económico, lo político y lo espiritual al régimen feudal y a la Iglesia Católica. Frente a esa realidad social, la divisa de los jacobinos -y su principal aportación a la lucha por la liberación de los verdaderamente oprimidos- fue: «IGUALDAD DE DERECHOS PARA TODOS, EN TODAS PARTES Y AL MISMO TIEMPO». Y esa fue la política que exportaron desde París hacia el resto de Francia. Naturalmente, los partidarios del Viejo Orden y los «moderados» resistieron con uñas y dientes, y aunque con el golpe de estado de Termidor acabaron exterminado físicamente al partido jacobino, no lograron impedir que sus políticas y sobre todo sus principios calaran hondo en las clases populares, ya fueran parisinas o «provincianas»; es el aliento jacobino el que enciende las revoluciones de 1830 y 1848, que se contagiarán desde Francia a toda Europa y harán temblar los cimientos del Antiguo Régimen en todo el continente.
Muerto Napoleón y liquidado todo vestigio legal de la época revolucionaria tras la Restauración monárquica, la derecha francesa se entregó a una orgía propagandística en contra de los jacobinos y del jacobinismo; hasta la aparición del movimiento obrero organizado –que en sus inicios tanto debe a las ideas jacobinas, como reconoció el propio Karl Marx-, el jacobinismo fue el Gran Satán de la reacción europea. Aparecen mitos como el del Terror Rojo, según el cual los jacobinos habrían guillotinado a media Francia entre 1792 y 1794, cuando la verdad histórica es que los ejecutados fueron en realidad algunos miles de personas, casi todos en París y todos elementos dirigentes y cualificados de la reacción (aristócratas, militares, jerarquías eclesiásticas) y de los partidos políticos rivales, en tanto el Terror Blanco instaurado tras la caída de los jacobinos mató a decenas de miles de personas en toda Francia, la inmensa mayoría de ellas gente anónima, del pueblo, a la que se ejecutó por cargos como haber cantado y bailado durante la ejecución de Luis XVI o haber sido soldado voluntario de la República (el paralelismo con lo ocurrido tras la Guerra Civil Española es inevitable: al igual que aquí, los verdugos se disfrazaban de víctimas y a las víctimas además de liquidarlas se las culpabilizaba).
El Estado fue para los jacobinos un instrumento de extensión de la Revolución. Y evidentemente usaron toda su fuerza para defenderla no sólo de los enemigos exteriores sino también de los interiores. Las fuerzas revolucionarias aplastaron las insurrecciones de campesinos entontecidos por los curas y los aristócratas locales en regiones como Bretaña, librando durísimas guerras civiles contra fuerzas reaccionarias que, so capa de defender el culto religioso y antiguas tradiciones, intentaban asegurar la continuidad de los privilegios de las élites dominantes locales. De ahí otra parte de la «leyenda negra» antijacobina, que los califica como enemigos declarados de cualquier manifiestación nacionalista o incluso regionalista.
Con el transcurso del tiempo, esta imagen del jacobinismo como ideología defensora a ultranza del Estado y enemiga de cualquier movimiento que interprete como centrífugo en relación a él, ha ido cuajando en el imaginario político y cultural colectivo, insuflada principalmente, como decía antes, por la derecha más reaccionaria, pero haciendo fortuna también en muchos otros ámbitos, incluidos grupos políticos y sociales vinculados a intereses nacionales específicos y que se pretenden de izquierdas.
Por desgracia, el éxito en el uso torticero del concepto «jacobinismo» es hoy tal, que muchas personas lo manejan de buena fé creyendo que mediante él expresan correctamente lo que en realidad es el contenido de un concepto diferente. Se tilda de «jacobina» cualquier manifestación de adhesión a una forma de Estado ajena a las posiciones del nacionalismo independentista. En ocasiones se va más lejos todavía, como cuando se dice por ejemplo que los seguidores de la selección española de fútbol muestran su «jacobinismo», cuando en realidad se están manifestando como seguidores entusiastas de su equipo o simplemente como unos energúmenos, según sea su comportamiento....pero ¿«jacobinos»?; situar en el mismo plano ideológico a Saint-Just y a Manolo el del Bombo es más que un disparate, una muestra de ignorancia supina.
La contaminación del término es tal, que hay políticos españoles que se autocalifican orgullosos como «jacobinos» para mostrar su rechazo a todo nacionalismo digamos «periférico» y distinto del español. Y así, por ejemplo, tenemos supuestos «jacobinos» de derechas y aún de extrema derecha, lo que resulta una brutal contradicción.
Sorprende por tanto que un hombre culto, como me consta que es Xabier Arzalluz, caiga en la tentación del uso inadecuado y facilón del término «jacobino». Entre otras cosas, porque usándolo para calificar a sus contrarios como nacionalistas defensores a ultranza de un Estado –el español-, corre el riesgo de terminar recibiendo él mismo la pedrada que tira. ¿O acaso no defiende él con todo ahínco un futurible Estado vasco?.
Porque en fin, si jacobino es igual a nacionalista intransigente en la defensa de «su» Estado, entonces no cabe duda de que el señor Arzalluz es probablemente uno de los jacobinos más radicales existentes en la Península Ibérica e islas adyacentes.
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